jueves, 13 de noviembre de 2008

Cortarse el flequillo

Cuatrocientas palabras son pocas. Muy pocas.

09:48 Espero hasta el último día, es jueves. Me levanto a las diez menos diez, corriendo porque había olvidado que tenía cita en la peluquería para cortarme el flequillo. Ya apenas veo.
Tardan exactamente tres minutos en despojarme de esa frontera insalvable de dos centímetros que me separa de aquel que tengo enfrente, de los ojos del otro, del contacto con el otro. De lo que me rodea. Del mundo.

Tres minutos.

10:17 Vuelvo a casa, una ducha rápida y en diez minutos estoy cogiendo el 146, me siento al lado de una señora que habla muy ofuscada por el móvil porque su marido ha olvidado comprar azafrán. Azucena, la señora ofuscada, está además aterrada porque ya no puede volver al súper a por el azafrán. ¿Qué va a hacer sin azafrán?

Pienso en Yarko y en Daniel.

Nunca se me habría ocurrido tener miedo al subir a un autobús. A lo más que temo en este instante es a que la señora no sepa controlar los aspavientos de la mano libre que le queda mientras grita al teléfono.

10:20 El paso por el puente de Ventas está abarrotado, como cada día. Nos detenemos en un semáforo que a veces creo que sólo funciona en rojo. Azucena se baja y ahora fijo mi recepción auditiva en tres señoras que van delante. La del abrigo verde le dice a la que lleva acelgas en una bolsa de mimbre: con un extranjero, con un extranjero. Tenía que haberse casado con un muchacho de aquí, un español. Eso le habría solucionado todos los problemas. ¡A quién se le ocurre!

A cualquiera que no sea tan gilipoyas como usted, pienso pero no me atrevo a decirlo. Busco otra frase para decirle cuando me baje, mi parada es la próxima.

10:26 Me levanto intentando concentrar toda mi indignación en la señora del abrigo verde, y mientras el autobús coge la rotonda para hacer su parada le digo: Señora, disculpe. Los problemas no vienen en categorías por nacionalidades, al revés, los provocan la gente como usted.

Se me queda mirando como si yo estuviera loca, como si no fuera con ella. No me ha entendido. ¿Qué importa? El chico que va de pie al lado suyo sí. Y me sonríe.

10:28 Me bajo en Manuel Becerra. El olor a acelga de las señoras de abrigo verde me produce náuseas. Corre un aire frío, pero hay un enorme sol, unos cuantos abuelos con sus nietos, un saxofonista de ojos cerrados y melodía de Sinatra y algunas palomas. Cómo odio Madrid, y cuánto la amo en mañanas como ésta. Cinco minutos de paseo por mi antigua calle y entro al único lugar de esta ciudad que un día extrañaré de verdad si me marcho. Y mientras camino me doy cuenta de que llevo viviendo veintitrés años en un mundo que no quiero y en el que, irremediablemente, me toca posicionarme: en contra. ¿De qué? De casi todo. Es la postura más incómoda, no hay forma de salir de la tela de araña en la que se convierte el mundo si se es capaz de ver. Pero para eso, hace falta cortarse el flequillo.

10:37 Y aquí estoy, en mi parque, sentada en la misma mesa desde hace seis años, en un rincón que separa del resto de rincones del mundo. Un lugar donde cualquiera olvida lo que le rodea y donde para mí, no hace sino acentuarse el concepto que indefectiblemente hace que los demás olviden: la distancia.

Abro el cuaderno y de repente una mano oscura como el carbón la planta encima. Veo unos dientes blancos que me sonríen 40 centímetros más abajo de mi propia sonrisa, y me dice: es Winnie The Pooh. Hablo con ella durante más de cinco minutos sobre lo bonito que es Winnie y de repente aparece su madre, gritando peor que Azucena, la señora ofuscada. Delante de mí le regaña y le dice que no se habla con desconocidos, podría pasarle algo. Se la lleva sin decirme ni adiós. Aisha se da la vuelta, me dice adiós con la mano y me encaja una sonrisa que se que voy a recordar el resto de mi vida.

Y entonces lo entiendo todo. A Azucena, a las señoras de abrigo verde, a la madre de la sonrisa. Y a la única que envidio, es a Aisha.

¿Cómo vivir en un mundo en el que cada cultura es cerrada, sobreprotectora, dictatorial y excluyente? ¿Cómo ser libres en un mundo de jaulas, de horarios, de temores, de inseguridades? ¿Cómo producir intercambio en un mundo obcecado en la individualidad? ¿Cómo cambiar un tiempo de horror, de masacre rutinaria, egoísta, soberbio?


He aquí la respuesta: siendo un niño.


Y vuelvo a casa con la esperanza de que algún día el mundo sea como este parque y donde todos los nombres sean Aisha.


A propósito del documental Promises



19:16
BSO Outlandish. Bread and barrels of water.

5 comentarios:

Valande dijo...

No sé cuál es la onomatopeya para los aplausos... así que escribiré la que creo que es:
plas! plas! plas!...

Tienes un don para esto Isa, para escribir.

El más REAL de todos los CABALLEROS dijo...

Ay los niños... ¿a qué edad crees que dejaste de serlo? Fisicamente, igual a los 12 o 13 años... pero, todos seguimos siendo niños, disfrutando de cositas tan sencillas que solo ellos se divierten con ellas; pero a la vez, viviendo en un mundo en el que nos damos cuenta de muchas cosas que los niños no entienden, eso que muy bien reflejas en tu comentario de hoy, los niños no son conscientes de ello y son muy felices así.
En cambio tú, yo, todos, vivimos con un enorme contraste, la niñez junto a la madurez...

Ya no nos hace falta preguntar a nuestros papis...

Pero si, me gusta ser niño... y soñar.

Pda: Me quito el sombrero

crιѕтιna мoraleѕ™ dijo...

A mí si se me permite sigo con la onomatopoya...
PLAS! PLAS! PLAS!

Y sí, señorita Watson, es Mercedes! jejeje

Muuak!

El más REAL de todos los CABALLEROS dijo...

me uno: plas! plas! plas!

Misa dijo...

He dado cn tu blog de casualidad pero me ha parecido fantastico, lleno de verdades, muy bien plasmado sigo con los aplausos
Clap,Clap,Clap !