martes, 31 de marzo de 2009

Malos finales para un martes con demasiadas horas de sol

Hoy que no he salido de casa, que me he entretenido en hacer de maruja en pijama, que he gastado horas en pensar en eso que nunca se le cuenta a nadie, que no he podido escuchar música porque a 10 centímetros entre pared y pared estaba mi hermana estudiando.
Hoy, un martes que ha hecho las veces de jueves porque mañana aunque sea miércoles, es viernes, que empezaban -y empiezan mal- mis vacaciones.
Hoy, que ha llovido un poco, que el sol ha asomado por algún rincón de algún edificio, que por minutos podía ver amarillo el árbol frente a mi balcón. Hoy que he visto como un pájaro dormía encima de la farola, que he conseguido subir dos puestos en el Word Challenge.

Hoy, que todo ha sido más o menos perfecto dentro de la perfección que puede alcanzar Madrid, ha acabado diluyéndose en unos minutos sin nada.
Y no hay nada más triste que irse a la cama triste,
aunque hoy ya es mañana, y mañana será otro día.

01:13
BSO Mozart.

Días poco exprimidos

Qué hastío no poder hacer nada, no porque no quiera, no. Simplemente porque no puedo, porque no me apetece, porque necesito de algo más que la obligación para ponerme con las manos en la masa para cualquier cosa, aunque no sea una magdalena. Que por cierto, sería estupendo saber hacer.

Los días poco exprimidos son aquellos que pasan, pasan y nada más, y no has hecho nada de lo que querías hacer la noche anterior -porque por las mañanas ya han pasado las ganas de hacer cualquier cosa-, los días poco exprimidos son aquellos en los que piensas cuan largas serán las horas de sol pero de repente son las once de la noche y aún no te has quitado el pijama, o sí, pero como si no lo hubieses hecho.

A los días poco exprimidos no los induce el sueño, no. Lo hace el agobio, la falta de ganas, la tristeza, la nostalgia o el dolor. La lluvia, en mi caso. La pereza, en los más.

Esos días no se quedan grabados, no suelen al menos, no hay nada importante en ellos, aunque supongo que si esforzáramos la memoria podríamos recordar cada día, de cada mes de al menos dos años atrás.

Si dentro de dos años alguien me preguntara qué hice hoy, tan solo habría dos cosas por lo que lo recordaría, a pesar de que hoy ha sido uno de esos días poco exprimidos.

01:15

BSO Please Mr. Postman, The Marvelletes.

viernes, 27 de marzo de 2009

Respuestas sinceras a preguntas que no quieren ser contestadas con sinceridad

Si te pregunto si me has mentido ¿me dirás la verdad?
No, porque si te he mentido es porque no quiero que sepas la verdad.

¡Que clase de pregunta es esa!
Solo hay tres clases de personas que preguntarían algo así: las mamás, los ingenuos y los enamorados.

En cualquiera de los tres casos están perdidos. Saben que deben confiar a ciegas. Y no es fácil, preguntárselo a 'le peintre de l'espace qui se jette dans le vide', de Yves Klein.


19:33

BSO Perry Como, Magic moments.

jueves, 26 de marzo de 2009

El azul un poco raro de aquel sueño de casi primavera


Hoy, por fin, después de tres semanas -casi- he podido descargar a mi memoria las fotos de aquel cielo de aquella tarde.


Este es el azul. Y no es como lo recordaba. Ni como lo vi.

Mi cielo de aquella tarde era raro, hacia el gris, hacia el blanco, hacia el verde. Pero todo es como se mira y cualquier cosa que se interponga entre nosotros y la realidad está velada por una mosquitera blanca, de esas que cuelgan en los doseles de las camas de los cuentos, en las habitaciones de hotel de los países con un calor asfixiante, o en la que debería tener en mi hamaca en verano.

Normalmente no desplazamos la tela y nos acostumbramos tanto a mirar a través de la mosquitera que lo real se convierte en ese entramado de puntos de los que se forma el tejido.

00:45

BSO Muchachada Nui

martes, 24 de marzo de 2009

El amor tiene aristas. Las heridas te mantienen vivo (Spinnin)

En ocasiones, en muchas, me he preguntado que hubiera sido de mí, de mis yoes, de mi autoestima, de mi capacidad de aceptación, de mi point de vue de la vida, de mis reflexiones, de mi camino, si hubiese seguido enfrascada en aquel interminable laberinto -con muchas salidas pero sin ninguna a mi ciego sentido visual, en sentido literal y figurado- en que se convirtieron mis días hará algo más de dos años y medio.

Ya dejé de contar aquel tiempo.

Me entretiene, cuando mi ánimo lo permite, imaginar esos dobles, triples, infinitos finales que hubieran podido tener mis historias, mis heridas, mis aristas. Igual que al escribir nunca se si hacer morir al personaje, a la historia, si revivir el principio o condenarlo a un cajón.

Existen ciertos matices que hacen más vívidas las historias, las aristas, esas aristas, que forjan unas marcas realmente invisibles y reales. Tan reales que en tiempos de 'nada' son las únicas por las que vives: no hay mayor dolor que no sentir nada, y son ellas las que te recuerdan que un día, quizás no igual, quizás no con la misma intensidad, sufriste igual, lloraste igual, arañaste igual algo que realmente no te pertenece. Porque nadie pertenece.

No. No estoy deprimida, ni triste, ni nostálgica -bueno, nostálgica siempre se está un poco- pero estoy lúcida. Al contrario que de costumbre que habito en mi particular mundo con sus luces brillantes de molinos de viento -los de ahora, no los de antes- hoy, no se por qué, puedo ver más allá de lo que iluminan las intermitentes lucecitas de los molinos y consigo mi completa tranquilidad pensando que sí, que el amor tiene aristas, y las heridas te mantienen vivo.

Por dos motivos. Las heridas duelen, y el dolor es mejor que la nada. Y después, todo es mejor.
Siempre es mejor.


00:07

BSO Rivers flow in you.

lunes, 23 de marzo de 2009

El paso a la madurez a través de unas lentejas y la confección de una cola de lagarto (re-visión de un ya texto)

Nunca he estado segura de ser una persona adulta ni he entendido las especificidades que te llevan a serlo, he buscado varias veces en diversos libros de autoayuda y nunca me ha invadido la certeza de que alguno de esos chamanes de tapa blanda y edición de bolsillo llevarán razón, son demasiado claros en sus locuciones. Tanta seguridad no puede ser verdadera y menos aún infalible.

Pero hoy he entrado en ese trecho que lleva a tu espalda a hacerse acopio del peso de los demás, voluntaria o involuntariamente es algo que tampoco he logrado descifrar y con tantas dudas podría hacerse la conjetura de que intento hacer una proclama mediante la psicología invertida para el solo se que nada se y nada más lejos de la verdad que es que es verdad que aún no se muchas cosas que me gustaría saber.

Tres veces le he preguntado a Gustavo si él creía que ya me había hecho mayor y se ha limitado a mirarme como quien no ve que son muchos y se ha girado para agazaparse ante una mosca que inocentemente se paseaba por la cristalera del salón, él también intenta olvidar que hay muchas cosas que aún no sabe y que le gustaría saber pero Gustavo es capaz de desviar la atención de esas nimias preguntas que solo traen ineludibles noches en blanco y que son las preguntas trascendentales.

Cuando hayan pasado diez años alguien quizás se moleste en preguntar ¿cuándo te hiciste mayor? si es que entonces ya lo soy y tendré que responder que me hice mayor si es que entonces ya lo soy un once de diciembre de hará diez años: un mediodía cuando me di cuenta de que mi hermana iba a llegar a casa a comer y no había preparado nada aún, y decidí que como las lentejas eran su plato favorito porque aún no estoy segura de que cuando alguien me pregunte lo sigan siendo, no le importará comer más tarde si las preparo tal y como hacía mi madre los miércoles. Y seguiré con mi perorata de las lentejas haciendo un último remate cuando cuente que además aquella misma noche la pasé en vela intentando confeccionar un traje de lagarto también para mi hermana, que hasta entonces había sido una obligación más de mi madre y que no era Juancho y que nunca podría haber sido porque Juancho no era un lagarto sino un caimán, antropomórfico pero caimán.

Y Horacios seguimos teniendo todos.

00:00

BSO Facto Delafe y Las Flores Azules

martes, 17 de marzo de 2009

Acercándome a Martin Luis Guzmán (años luz en términos precisos)

10 de marzo de 2004, miércoles.

Atocha no está, sino que permanece atestada, es un gerundio constante de rostros, la mayoría desconocidos y parecidos, de manos, de gestos, de actividades prontas y actuaciones improvisadas y vertiginosas. Lo cual adhiere un matiz intrincado si uno mismo no suele estar, sino permanecer en esa estación magullada por las prisas de viajeros y habitantes.

Al bajar del taxi, en medio de varias filas de automóviles, el anciano –no es mayor, sino anciano, me dije a mí misma- que conducía quedó absorto en la descomunal, alargada y hedionda hilada de coches que interrumpían la entrada a la planta superior de la estación. Obviamente, esta actuación tan poco adecuada para la ocasión trajo consigo la indignación, si no la ira, del resto de conductores que se extendían a nuestras espaldas. El taxista giró por un brevísimo instante la mirada hacia el colérico que mantenía tan solo una mano en el volante y con la otra le profería un saludo a modo de descortés gesto con el dedo corazón de la mano libre; de forma inopinada se dio media vuelta y sin tomar en cuenta la furia que extendían sus actos, comenzó a bajar todo mi equipaje del maletero. Desde que conseguí, algo casi imposible a aquella hora de la tarde, a las siete y media detener el taxi a la altura del Puente de Ventas, en la calle Alcalá, no había escuchado aún la voz de mi circunstancial conductor, redondo, apacible, aunque preocupado por algo que indiscutiblemente no estaba al alcance de mi interés en ese instante.

Fue al descargar mi último bolso, cuando pronunció de forma inopinada la única frase que le escucharía:

- Parece que el mundo se vaya a acabar mañana y todos tengan prisa por llegar adonde van. ¡No sabemos dónde!

Desapareció al hilo de su pequeño monólogo al borde de la carretera y rápidamente supe qué me había dejado ahí, al borde del colapso y de 40 taxistas furiosos. Con la máxima destreza de la que fui capaz subí todos mis bultos a un carrito y permanecí a dos metros de la calzada, pensando qué extraña sensación colectiva había llevado a lo que me pareció la mitad de la población de Madrid a coger un tren aquel día. El anciano llevaba no obstante razón; en aquel momento Atocha se asemejaba más a un hervidero de Río que a la caótica pero transitable estación.

No tuve más oportunidades de detenerme en divagaciones bohemias: yo también llevaba prisa. Necesité cantidades ingentes de paciencia y algo más de mi habitual fuerza hasta que conseguí deslizarme entre la multitud para llegar a la planta baja donde tuve que propinar algún que otro intencionado, pero suave, empellón para colocarme en la fila que correspondía a mi destino.

Aquellos que esperaban para conseguir un billete hacia el mismo lugar que yo, se mostraban ansiosos, algunos compungidos, los más nerviosos. Realmente era una atmósfera exagerada y extrapolada de la rutina diaria de aquel lugar. Aquellos que dedicaban sus horas al estudio tenían un parón al día siguiente a causa de una huelga general a propósito de la enseñanza pero aquella aglomeración sudorosa no transmitía ningún reflejo fiel de los posibles pasajeros que yo había tenido en mi mente todo el día y por el cual había salido relativamente pronto de casa con el fin de no quedar recluida en Madrid en lo que se me antojaba un larguísimo fin de semana. Fue al decidir desprenderme de la burbuja atmosférica que creaban los cascos de mi reproductor de música cuando la causa de toda aquella desesperación mundana se expandió ante mí de forma no precisamente sutil. Una profunda y distorsionada voz anunciaba una y otra vez que trenes y con qué destinos estaban completos. Concluí enfundarme en el libro que llevaba para la ocasión, una protección ambiental mucho más efectiva, y sobre todo práctica, en ese momento. La libertad auditiva iba a ser imprescindible tras tomar conciencia de la cantidad de veces que habría de oír aquella gutural voz de megafonía antes de conseguir algún billete para volver a casa.

Los intentos de ocupar un lugar más adelantado en la fila por parte de algunos viajeros, para lo cual su invención no hallaba trabas ni límites, llegó a sumirme en un estado febril de odio hacia todos los que se me acercaban o concurrían en grupos alrededor de la bien marcada línea que todos habíamos consagrado como inamovible, y así continuó. Por un periodo prolongado de tiempo, o así lo aventuré –ir con el teléfono sin batería, no querer preguntar y tener un campo de visión limitado hacía mucho en cuanto a la concepción del tiempo- me detuve a observar cómo desde mi casi privilegiada posición en la carrera por la llegada a la ventanilla donde se despachan los billetes, el jardín botánico que se situaba a lo largo de la vista panorámica por todas las puertas automáticas constituía un riesgo aún mayor, comparado con mi plácida estancia dentro de la sala de Ventas de billetes.

Una señora complaciente en exceso ya a distancia, se acercó intentando controlar sus ademanes, rígidos y presurosos. Con una sonrisa que aventuré como máscara, bastante mal configurada, me rogó que le cambiara el billete que tenía para el segundo tren de la mañana siguiente. Realmente a mí la siguiente mañana me parecía demasiado lejana, aún sin saber si podría partir aquella misma noche. Rehusé. Insistió demasiado y rehusé de nuevo, demasiado hoscamente. Lo intentó con todos los aspirantes a viajeros, uno que debía calzar al menos diez tallas más que la mía, aceptó el billete y se marchó mascullando entre dientes una retahíla de soeces contra el funcionamiento del transporte en esta ciudad.

Mi admiración por aquella estación estaba siendo claramente diezmada por una incomprensible sensación de pánico y desconcierto, a lo cual contribuía el extraño crepúsculo que estaba sucediéndose aquella tarde: demasiado sosegado para aquella marabunta. Mi paralela percepción de las cosas me urgía a tomar conciencia de que algo no encajaba aquel día. Un rápido pero insistente, y eficaz, empujón me sacó por completo del estado catatónico en que suelo sumirme a raíz de algún pensamiento reflejo, repentino y anormal. La educación, y el hecho de que el envite había sido causado porque tocaba mi turno para la ventanilla, hicieron que no emitiera algún que otro improperio contra mi viajero atacante, aunque hube de contenerme amén de todas las vicisitudes acaecidas hasta el momento.

Conseguir un billete para mi retorno al hogar y el aire fresco que comenzaba a invadir hasta el último resquicio despertaron mis inmóviles sentidos, los cuales se habían cerrado en banda contra cualquier sensación desagradable. Me sentí optimista y fieramente petulante con mi pase para un corto viaje de cincuenta minutos mientras me dirigía a las escaleras mecánicas para llegar hasta el andén y luego hasta la vía 8. La prontitud que me acuciaba no era de otra índole que política, el domingo sería la primera vez que votaba y la experiencia de mi desafortunada trayectoria me decía que si no salía de allí esa noche la mala suerte haría que mi voto no llegase nunca a la urna a la que correspondía.

Nunca más me asaltó una emoción tan certera de alegría por abandonar Atocha, lugar de mis mil supervivencias, por abandonar Madrid.

La fatiga hizo mella en mi ánimo al instante siguiente a dejar caer el voluminoso equipaje en la habitación que me había despedido no hacía más de seis meses, a intervalos semanales, pero una despedida es una ruptura en cualquier caso. También el hambre saltó de su escondite para pillarme desprevenida mientras intentaba liberar mi cama de todo objeto que no sirviera para dormir. La extenuación ganó y me pareció dormir antes siquiera de llegar a rozar la almohada.

11 de marzo, jueves.

Un denso jirón mortecino de polvo y luz se colaba por la ventana a modo de despertador, rancio y a deshora, pero cumplió su función meticulosamente. No pude rehacer la tupida cortina en la que se convertían los párpados una vez la luz se había acomodado en el centro de mi habitación, entre la cama y el escritorio. El oasis en el que se había convertido mi cuarto, aún más después de lo acontecido unas horas antes a casi trescientos kilómetros de distancia, dejó de serlo en el momento en el que una exasperante melodía se coló bajo la puerta y a través de las delgadas y almibaradas paredes que a veces se me antojaban transpirables y transparentes. Para distraerme del insidioso ruido intenté descubrir cual de los miembros de mi reducida familia había decidido y por qué seleccionar Claro de Luna como timbre telefónico, que agónica tortura sufriría Debussy si escuchara su pieza maleada por estridentes pitidos, que no cesaron, y finalmente me levanté contrariada para descolgar en el momento en el que al otro lado de la línea alguien colgaba.

A grandes zancadas me dirigía hacia la cocina cuando la perversión de Debussy comenzó de nuevo y esta vez no iba a dejar escapar a quienquiera que fuese que despertaba mi ira a las ocho de la mañana. No tuve más que aplacar mis emociones cuando en la adormecida pantalla distinguí el número de teléfono. ¡Hacía cuanto tiempo que no hablaba con esa mitad de mi familia! El entusiasmo me inquietó y tuve que calmarme para poder contestar adecuadamente.

- ¿Chava? ¿Chava estás ahí? ¿Estás bien?

Era la desolación, y no la corriente paz de mi tío Manuel la que estaba al otro lado de la línea. Supuse que los casi 11.000 kilómetros que nos separaban mermaban de tal forma la comunicación que la distorsión era completa. Le respondí con calma, embriagada por escuchar de nuevo su voz:

- Hola Manuelito, gordo, ¿cómo va todo?

Por aquellos días la rigidez que embargaba el ánimo de mi padre era pésimo, hasta tal punto que a pesar de no encontrarse ya en casa –mis padres se habían separado hacía unos cuantos años- sus efluvios llegaban a través de las tres puertas que nos separaban. Su madre, mi abuela, había estado en reposo durante unos meses a causa de una artrosis que aunque descarada ella capeaba con una elegancia de la que nunca creí capaz a ninguno de mis conocidos. A pesar de ello no percibí en su expresión más que angustia o por mi madre o por mí, las dos nos llamamos Isabel y por consiguiente, y para él, Chava.

Fue entonces cuando se sucedió una enrevesada conversación acerca de algo que yo no entendía y el no expresaba de forma ni tan siguiera algo clarificadora. Por fin, al llamarle tío, él cayó en la cuenta de que la Chava con quien mantenía una acalorada conversación era su sobrina y no su ex cuñada, como había creído hasta el momento. Respiró hondo, y súbitamente emitió un sollozo sin dejar un resquicio para que yo, atormentada por su frustración y mi desconocimiento, hiciera la pregunta clave del asunto: ¿qué pasaba? ¿Y por qué llamaba mi tío Manuel cuando en Bogotá eran casi las dos de la madrugada de un día ya anterior que a mí se me había prolongado tanto? Su siguiente frase, aliviada y desconcertante, me dejó aún en una situación de inferioridad respecto a la información que manejábamos:

- Chavita pon la televisión por favor.

00:44
BSO Buenafuente.

lunes, 16 de marzo de 2009

El azul un poco raro de un sueño en casi primavera

No se cómo me las arreglo para inventar títulos cada vez más absurdos en los post. (¿Se puede poner post en singular para referirnos a un plural?). No lo se. Repito: no se cómo me las arreglo para inventar títulos cada vez más absurdos en las entradas -del blog-.

La cuestión no es cómo se llame sino por qué.

El viernes me tumbé por primera vez en la hierba de este año, algo húmeda, algo áspera, algo mezclada con piedras y tierra, pero hierba al fin y al cabo. Me quedé embobada mirando hacia arriba, hacía meses que no veía un cielo tan azul, o de un azul tan extraño mejor dicho. No era un azul cómo todo el mundo lo imagina cuando hablas del cielo, pero era perfecto: un poco tirando a gris. Como yo. El caso es que en ese momento me inundó por completo el ansia irrefenable de quedarme allí tirada para siempre -o al menos durante aquella tarde-, y no tener nada más de lo que ocuparme que no fuera aquel extraño azul.

No se si fue el color lo que me dejó ciegas las neuronas o lo que pensé mientras discernía que nombre ponerle a aquella tonalidad atmosférica, pero me ha causado trastornos irreversibles: no dejo de soñar cosas extrañas. Demasiadas. Y demasido extrañas.

Es por eso que ahora, a domingo, y de nuevo en Madrid con una agradable -pero extraña- sensación de estar 'en casa', intento encajar las piezas de un puzzle que se que un día dejé a medias y que por más que lo intento, no logro encontrar las piezas que faltan.


1:07
BSO The Killers.

jueves, 12 de marzo de 2009

Vips, Jacob, Debod y Sabatini

Ayer fui un día intenso, raro, pero intenso. Fantástico.
En ocasiones, y aunque normalmente no apetezca pasarse el día por ahí -yo prefiero habitualmente quedarme en casa sea lo que sea lo que tenga que hacer- es genial decidirse a hacer una tarde todo lo que no sueles hacer y querrías.

Comer con amigos que hace años que no ves, dar una vuelta hasta el metro más lejano bajo el magnífico sol que posee Madrid de marzo a mayo -después para mí, es insoportable el seco y extraño calor de esta ciudad-.

Volver a casa y encontrar que aunque se hayan fastidiado los planes para una obra de teatro -Hamlet-, tienes por delante una tarde entera paseando entre Debod, los jardines de Sabatini y una nada frugal cena en el Nemrut.

A veces no hace falta nada, excepto dar un paso, otro más, uno tras otro y ver como va anocheciendo mientras ves cosas que nunca te has detenido a mirar.
Y dejar que las cosas sucedan.

13:37
BSO Hotel California.

miércoles, 11 de marzo de 2009

Sopa y vaqueros pero sin tostadas

Todos los días no son válidos para abarcar todo aquello realizable -y deseable- sin embargo si alcanza para aquello indeseable -pero obligatoriamente realizable-.

No he hecho nada en toda la tarde si exceptuamos las cinco horas y media que he invertido en buscar unos cuarenta libros desperdigados por la red, La Casa del Libro y la Fnac -obviedad para los obvios: la Fnac solo cuenta con el marketing mix, con algunas excepciones-. No es esta la parte indeseable, los libros me fascinan, pero dejarme los ojos buscando en mi mal pixelada pantalla es algo incómodo.

Aún no he decidido cómo distribuir mi tiempo para leerlos antes de mayo -ni tampoco mis recursos económicos-, hoy es otro de esos días que pienso que ojalá tuvieran 66 horas. Si no da tiempo -algo bastante factible- al menos tendré una maravillosa lista para entreterneme casi hasta septiembre, lo cual no espero que esté mezclado con apuntes.

Sorela me ha dejado bloqueada hoy. No doy de sí. Mis neuronas que han bloqueado su influencia han caído en la batalla, y tampoco ellas están hoy de humor para nada.

00:35
BSO Janis Joplin.

lunes, 9 de marzo de 2009

Agujereada a imitación de un Gruyère

Básicamente no pediré disculpas -ya me las he pedido a mí misma- pero escribir públicamente no es ninguna obligación para mí, ni para ninguno de mis insistentes yoes, por lo que he retrasado este momento hasta que ha sido realmente 'apetecible'.

Compleja, extenuante y algo difusa. Así podría clasificar esta última carrera desde estos meses hasta hoy. Ha sucedido mucho y puede resumirse en muy poco: sigo como estaba. Superficialmente claro. Al ojo avizor -¿quién inventaría esta frase?- de los demás nada se ha modificado. Para mí todo, o al menos casi todo. Aunque obviamente si es un alivio para mí que nadie haya conseguido percibir nada no pienso declararlo formalmente, ni ahora ni nunca, supongo.

Últimamente mi parte de realidad se ha confundido demasiado con la realidad misma, hasta el punto de no conseguir distinguir en muchas ocasiones si lo que estaba pensando había sucedido en el contexto en el que estaba, o por el contrario estaba pensando el contexto en el que estaba y había sucedido realmente lo que estaba pensando. Un poco como creerse un sueño después de despertar, pero a lo bestia.

Normalmente las situaciones de evasión psíquica no son dolorosas -no, no hablo físicamente, no levito ni nada por el estilo, aunque ya me gustaría- pero sí lo han sido en este caso, por lo tanto resumo de nuevo: sigo como estaba, pero agujereada al estilo de un gruyère.


22:54
BSO Lullaby.